En un intento cuestionable por no perder espectadores, la televisión (y cierto cine) adquirió en los años noventa un ritmo de montaje cada vez más acelerado. La elipsis –evitar los momentos “superfluos” de una historia para abordar directamente lo “interesante”− se convirtió en el recurso clave e indispensable para alcanzar este fin.
La aceleración manipulada de los acontecimientos nos sume en un estado siempre vibrante, donde cada plano se acorta empujándonos hacia adelante, dirigiéndonos frenéticamente a una inminente novedad que habitualmente nunca llega. Pero la rapidez es finita y está condicionada por nuestra capacidad de asimilar las imágenes, las emociones y los conceptos que se nos ofrecen. A menudo esta aceleración extrema nos conduce a un vacío e insustancialidad que amenaza con cortocircuitar el deseo de mirar la televisión. Porque es precisamente en esos tiempos muertos, suprimidos sutilmente en la sala de montaje, en que como espectador activo podemos asimilar lo visto, recrearnos o tomar perspectiva.
El problema no radica en que ciertos contenidos televisivos tengan una cadencia abreviada, sino que la aceleración se ha instaurado ya como una norma que alcanza la casi totalidad de la programación. A una entrevista en profundidad, un documental de personajes o un debate, las prisas les hace un flaco favor, sin embargo la moda de la premura los ha contaminado con la excusa de no resultar pesados.
Así, frente a otro tipo de medios de expresión más selectivos, los espectadores nos hemos habituado a un ritmo sincopado, que aboca la televisión a un fin sedante, incompatible irremediablemente con la reflexión o el espíritu crítico.
Como productora audiovisual nos resistimos a sucumbir a la moda, y reivindicamos la pertinencia de un espacio para las producciones no edulcoradas por la prisa, que nos permitan pensar y sentir. Porque aunque a priori pueda resultar formalmente áspero, un tempo más pausado, permite que, ante los tiempos muertos en la televisión, el cine y la vida uno pueda escapar, o vivirlos con consciencia y extraer un significado subjetivo.
Así, en un silencio no censurado, una mirada perdida o una tensión prolongada podemos encontrar, tal vez, el instante mágico que nos apela solo a nosotros; la razón última por la que ha valido la pena toda una obra.